Este 11 de marzo de 2004 parecía ser un día muy ordinario: cogí un tren de Cercanías para ir al trabajo sin pensar que mi vida iba a ser completamente destruida poco tiempo después. No aparentaba haber, no obstante, párajos de mal agüero; el tren estaba, como de costumbre durante las horas punta, de bote en bote y los pasajeros, siempre de mala leche, pasaban su tiempo mirando su reloj y temiendo llegar tarde al trabajo… nada lejos de lo normal. Aún así, es verdad que estaba un poco en las nubes y no prestaba atención a los detalles a mi alrededor. Era una simple mañana más en mi vida.
Un atronador ruido seguido de un agudo y punzante pitido me sacó repentinamente de mis pensamientos. Mientras no comprendía lo que estaba pasando, oí un segundo estruendo sobrecogedor: el tren estaba descarrilando. Todo el mundo estaba aterrado y empezó a correr dentro del vagón sin saber a donde ir.
[...] Espero que estén mejor en el otro barrio. Le gente gritaba con todas fuerzas y trataban de alejarse lo más posible de este tren que se había convertido en una gigante necrópolis. Mientras quedaba sin hacer nada, decidí echar un cable a los supervivientes los más perjudicados. Me sentía, sin embargo, como un cero a la izquierda: las heridas de estas personas eran tan importantes que no podía hacer nada. Es probable que hubiera podido ayudarle moralmente pero debo confesar que el espanto me afligió de nuevo viendo los cadáveres con más detalles. [...]
[...] Era una simple mañana más en mi vida. Un atronador ruido seguido de un agudo y punzante pitido me sacó repentinamente de mis pensamientos. Mientras no comprendía lo que estaba pasando, oí un segundo estruendo sobrecogedor: el tren estaba descarrilando. Todo el mundo estaba aterrado y empezó a correr dentro del vagón sin saber a donde ir. Súbitamente, nuestro vagón fue pasto de las llamas: el fuego se propagó desde el vagón delantero y el calor era cada vez más inaguantable mientras el humo se hacía cada vez más denso sin encontrar, al igual que nosotros, una vía hacia el exterior. [...]
[...] Mi vida fue totalmente trastocada por este evento aterrador: la mirada de esta chica que me pidió ayuda queda en mi cabeza y envenena mi vida. Mientras muchas personas ensalzan el hecho de que sea una persona salvada por milagro, no puedo dejar de pensar que una parte de mi corazón quedó en las llamas ardientes del tren. Otra idea invade mi cabeza: la de la injusticia. Cuanto más me interesa a las investigaciones de la policía más me digo que es una pena que inocentes civiles paguen el pato de las discrepancias políticas de las grandes personas de este mundo. [...]
[...] Es una lástima que el género humano sea así, pero no podemos luchar contra nuestros instintos de supervivencia. Por suerte o por desgracia, yo soy una prueba viva de esta aseveración. Siempre recordaré los ojos aterrorizados de esta chica que, en un último gesto de aliento, se echó a mis pies suplicando mi ayuda. Sin embargo, haciendo algo que pesará sobre mí toda mi vida, liberé rápidamente mis piernas de sus brazos y seguí corriendo en busca de otra salida. [...]
[...] Pasados algunos segundos de incomprensión, entendí que la única solución para sobrevivir era seguir al resto de los supervivientes que retrocedían en masa hacia el vagón de atrás para escaparse de las llamas y el denso humo. Todo el mundo se aglutinó en la puerta de este vagón para salir lo más deprisa posible. Esta abertura estaba no obstante cerrada a pesar de los múltiples porrazos de los supervivientes. Cuando se está ante una situación así, el espíritu de supervivencia prevalece sobre todo tipo de consideraciones, por mucho que las personas en cuestión sean verdaderos trozos de pan. [...]
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